Henning Mankell es conocido en el mundo entero por ser el creador del inspector Kurt Wallander, protagonista de una de las series policiacas más leídas en los últimos años. Menos conocido es, en cambio, el amor que Mankell siente por África, adonde viajó por primera vez de joven y donde pasa varios meses al año. África, afirma, le ha convertido en una persona mejor.
Moriré, pero mi memoria sobrevivirá es una muy personal reflexión sobre el devastador impacto de la epidemia del sida en ese continente. En parte crónica de viajes, en parte fábula real, Mankell nos lleva por algunos poblados de Uganda, en su mayoría habitados por niños y ancianos, los únicos que permanecen vivos. Nos habla del miedo de los occidentales al sida, pero sobre todo del terror y el dolor de los africanos afectados, faltos de recursos y fármacos. Y también nos habla de los pequeños «libros de recuerdos», escritos por enfermos de sida que quieren dejar un testimonio de sus vidas, para que sus hijos puedan recordarlos: unas palabras, una foto, una mariposa aplastada entre las páginas.
Una imagen, en particular, acecha a Mankell a lo largo de su viaje: la de una niña llamada Aida, hija de una madre afectada, que, en medio de la muerte y el sufrimiento, planta un árbol de mango y lo cuida como si fuera un fragmento de vida que crecerá y que, tal vez, resista a esa terrible pandemia.
Aqui una parte de las reflexiones... no recomendado para corazones débiles...
A principios de la década de 1990, montamos en el Teatro Avenida de Maputo, donde trabajo, una obra de Dario Fo, Aquí no paga nadie, que se ha representado con éxito en todo el mundo. En dicha obra aparece un ataúd que se usa para pasar de contrabando unos sacos de harina ante la atenta mirada de varios policías. El viejo carpintero del teatro, Mestre Afonse, fabricó el ataúd de débil aglomerado. Dios sabe dónde consiguió el material, tan útil como difícil de encontrar en Maputo. Hicimos una serie de funciones y luego dejamos la producción en barbecho, pues contábamos con volver a incluirla en el repertorio.
Y así fue. Dos años después del estreno, Manuela Soeiro, directora del teatro, decidió que bien podríamos volver a representar un mes la obra de Fo. Habló conmigo y acordamos la fecha para ensayar de nuevo y encontrar a la sustituta de una de las actrices, que estaba en el último estadio de su embarazo y no podía actuar.
La víspera del ensayo de la escena en que aparece el ataúd, Alfredo, el tramoyista, quiso hablar conmigo. Estaba muy preocupado y hablaba con la cabeza gacha, de modo que me costó mucho comprender lo que decía entre dientes. Finalmente, logré comprender.
–El ataúd ha desaparecido.
–¿Que ha desaparecido?
–Sí, no está.
–¿Y cómo puede ser? Ya decidimos desde un principio que volveríamos a representar esta obra, ¿no?
Alfredo balbucía, hablaba en susurros y yo empecé a impacientarme.
–¡Qué demonios! ¡No es posible que el ataúd haya desaparecido así, sin más!
–Bueno, ha sido utilizado.
–¿Utilizado? ¿Cómo que utilizado? ¿Para qué?
–En un entierro.
Me quedé largo rato con la mirada fija en Alfredo. Después, nos sentamos en la primera fila del teatro y le pedí que me lo contase. Una niña que solía merodear por el teatro, una muchacha de diecisiete años que vivía en la calle y pedía comida, había fallecido. De sida, aseguraba Alfredo. Al mismo tiempo, juraba y perjuraba que, aunque la joven se dedicaba seguramente a la prostitución, ninguno de los empleados del teatro había tenido con ella relaciones sexuales.
Pero llegó el momento del entierro. Y la joven no tenía familia, así que corría el riesgo de ir a parar a una de las fosas comunes de la ciudad, a las que arrojan nuevos cadáveres una vez a la semana. Entonces, los técnicos del teatro pensaron en el ataúd de la obra de Dario Fo. Aunque sólo era tramoya, una pobre caja de aglomerado, siempre sería mejor que nada. Así que la cogimos del almacén y la joven tuvo un entierro digno, pese a que su ataúd no era más que un detalle escenográfico de una comedia escrita por un maestro de la farsa.
Cuando Alfredo terminó de contarme la historia, permanecimos allí sentados los dos largo rato, sin decir nada. Me sentía mal. Era como si la realidad hubiese sacudido el teatro con su puño cruel.
Pero se me pasó el malestar. Le dije a Alfredo que pensaba que habían obrado correctamente. Y que no sería difícil construir otro ataúd.
–Mestre Afonse dice que no tiene aglomerado.
–Entonces tendrá que usar otro material.
–Sólo tiene tablones.
–Pues que sea de tablones.
–Pero los tablones son muy gruesos. Será un ataúd muy pesado.
–En ese caso, los actores tendrán que acostumbrarse.
Poco más de un año después, Alfredo y yo asistimos a un entierro celebrado en el gran cementerio a las afueras de Maputo, que está al pie de la carretera de Xai-Xai. Al acabar, cuando ya volvíamos hacia la verja, Alfredo señaló un rincón del cementerio donde había túmulos sin ninguna cruz.
Y yo comprendí a qué se refería, aunque no dijo una sola palabra.
Allí yacía la joven, en el ataúd de aglomerado que se había usado en una representación teatral.
He pensado que debería haber escrito a Dario Fo contándole esta historia. Estoy convencido de que habría sabido apreciarla. Y, con toda certeza, lo habría conmovido.
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