Charla inédita de Haroldo

Aplaudida Charla / Chacabuco,1966
HAROLDO CONTI

En la Escuela N 12

Un nutrido y selecto auditorio colmo anteayer el amplio hall de la Escuela N 12 que siguió con evidente interés el desarrollo del tema “Literatura y Vida”, abordado por el ex alumno de dicho establecimiento y laureado escritor HAROLDO CONTI. Esta conferencia formaba parte del programa de actos preparado con motivo de celebrar sus “bodas de Brillante la Escuela N 12
La presentación del escritor estuvo a cargo de la Vice – directora Sra. Teresa Cieri de Tarello, quien con oportunas palabras destacó la personalidad del Sr Conti, quien tras los conceptos vertidos sobre su persona expresó:

Esto no es una conferencia, si es que ustedes esperaban eso. Es más bien una charla y si la he escrito, y por lo tanto la leo se debe nada más que al deseo de seguir cierto orden y no perderme en divagaciones que la prolonguen más allá de lo soportable. Ante todo, quiero agradecer a la señora directora y personal de esta querida escuela que hayan considerado oportuno que yo les hable en esta especial ocasión. Es un honor que aprecio debidamente y no vean en esto un hueco cumplido. Me conmueve pensar que hace algunos años me sentaba en estos mismos bancos, aunque supongo que como alumno debí ser una verdadera calamidad. De todas maneras, en nombre de aquella pequeña calamidad, gracias. Gracias a mis sabias maestras de la infancia, no solo en nombre de ese mal alumno que se vuelve desde el recuerdo y los contempla con cariño, sino también en nombre de mis hijos, de mi mujer, de mis libros, de todo lo que vino después. Ustedes pusieron la alegría, yo puse la tristeza.
En realidad yo nunca salí de aquí. Y cuando digo yo no me refiero a esa confusa sucesión de actos y sucedidos, de sueños y vigilias que es mi historia, o más bien mi constancia física en el tiempo, sino a esa especie de espectador o testigo de algo que le ocurrió a medias, o en todo caso le ocurrió a alguien parecido a mí mismo. No sé cómo me verán ustedes, tal vez solo un extraño que tratan de reconstruir a partir de un nombre. Yo en cambio me miro y me reconozco en ustedes, me miro y me reconozco en cada vieja cosa como si en verdad recién estuviese al comienzo de la historia, en los días sin sombra de la infancia cuando cada cosa era del tamaño de mi alegría y la gente no envejecía jamás sino que simplemente era tal cual a si misma. Mañana, fiesta de San Donato, el viejo Minervino tocará la gaita en la puerta de la parroquia, el padre Doglia nos echara un sermón lleno de ángeles y demonios con acento gringo, las bombas de estruendo del almacén Cane surcaran el aire y por la tarde la Banda de Bimbo Marsiletti escoltará nuestra lánguida ronda por la Plaza San Martin.
Ahora, la señorita Bonini me acaricia la cabeza y yo corro hacia el patio para un recreo que durara toda la vida. Ahí están mis compañeros. Todavía no se que ya son hombres, que algunos se han marchado, que todos hemos envejecido, que unos pocos tal vez me escucharan una tarde de 1966, también yo casi un desconocido, casi un forastero.
Acaso el deseo de rescatar del olvido toda esa frágil historia, reviviéndome y reviviéndonos como ya ni siquiera nosotros mismos podríamos hacerlo, es lo que un día contra toda sospecha, me llevo o más bien me obligo a escribir.
A menudo se nos pregunta por qué escribe uno. Yo mismo me he hecho varias veces esa pregunta desde el momento que la literatura dejo de ser para m una novedad y comenzó a ser casi un oficio. Mas bien un duro oficio. Por qué no hacer otra cosa si después de todo esto no me hace especialmente feliz?
Bueno, en el fondo no se muy bien por qué. Todo lo que puedo decir es que feliz o infeliz, cambia, al menos por ahora, mi única manera de realizarme. Casi diría mi manera de existir, siempre que se le dé al término su verdadera consistencia filosófica. Puedo usurpar momentáneamente otras vidas, pero me asumo en términos absolutamente personales es en esta cosa del escribir, con sus encantos y desencantos absolutamente personales. Con esto no quiero darle a mi tarea un énfasis especial. El sentido misional o el dramático que algunos le dan, en mi caso al menos no lo considero esencial. Digo nada más que es mi manera de realizarme. Lo que tiene de padecimiento va por mi cuenta.
Hay una pregunta que sigue inmediatamente a esa primera. Que de alguna manera depende de ella y aún está implicada en ella, aunque no parezca así a primera vista. Cómo escribo?. Pero entiendan que si al escribir lo tomo como un consistir, al preguntar cómo escribo en resumidas cuentas pregunto cómo o en qué consisto.
Les parecerá muy simple si digo que para mi escribir es normal pero no aludo, naturalmente, a esa amable literatura que va extrayendo del pasado plácidos y cariñosos recuerdos. Lo entiendo como una actitud existencial. Yo soy yo y mi historia. Y aún esto mismo es una distinción ideal. Como identidad yo soy mi historia. De manera que al evocarme no hago otra cosa que asumirme y rescatarme como persona, como individuo, como ese exclusivo individuo con su exclusiva historia que es lo único que puede dar testimonio de su existencia y que en definitiva, no es otra cosa que su propia existencia.
Y así, a través de mis personajes soy yo el que me vivo. Me vivo en historias que fueron o pudieron ser, no importa su correspondencia efectiva en el tiempo porque después de todo el tiempo sin nosotros, sin lo que nosotros proyectamos en él no es más que un negro vacío o, mejor, simplemente nada. Y todo lo que pretendo es que otros, la mayoría de los cuales no llegaré a conocer nunca, se vivan a partir de la minúscula sucesión de signos que, mientras alguien no los anima, apenas son un trazo de tinta. Este es el único interés que tiene para m la literatura. Digo para mí puesto que me refiero a mi exclusiva experiencia. No se si, después de todo, he llagado a ser un escritor pero que indiscutiblemente no soy es un literato.
Cuando escribí Sudeste, vivía prácticamente en las islas y, aparte del hecho de empuñar una lapicera y sentarme frente a una hoja de papel, la historia salió de la gente y las cosas, casi a mi pesar. Por ese tiempo no conocía a ningún escritor, y creo que desde entonces, cundo me resultaban tan lejanos, comprendí que no hay nada mejor que esa lejanía para participar de sus mundos.
Estoy seguro de que no hubiera ganado nada ( más bien habría perdido) conociendo a la persona Faulkner o Mann, o Morosoli o Caldwell o Macedonio Fernández o Joyce o Pavese u Horacio Quiroga o Dylan Thomas o Hemingway o Mateo Booz (hablo de ellos como si estuvieran vivos. En cierta forma lo están, la única como los conocí y representan algo para mí). Su persona real, aunque llamarla así es bien relativo, no se interpuso entre yo y ellos y justamente por eso me resultan tan familiares y todavía hoy me escoltan como viejos conocidos. A través de sus libros me entregaron lo mejor de sus vidas y quedó para ellos la pequeñez, la anécdota y tal vez la miseria de sus personales existencias, apenas distintas a la mía por el nombre. Después de Sudeste, y siempre a mi pesar, conocí por fin ese mundo que llaman de las letras y mi desencanto fue tan grande que pensé que nunca mas iba a poder escribir una línea. Allí estaba toda esa gente que suponía espiritualmente la más rica sostenida sobre la cabeza de un alfiler, podada y limitada en sus experiencias hasta la asfixia, y yo con mi novelita debajo del brazo tratando de hacerme un hueco donde pudiera meter los pies.
Entonces decidí seguir donde estaba, porque después de todo no es tan importante vivir como escritor sino escribir como tal. Lo que yo quería era una literatura que no se interpusiera entre uno y la vida sino que fuese justamente un modo de conocerla y penetrarla mejor. Una literatura así es una tarea solitaria, dramática y lúdica al mismo tiempo, y sobre todo necesita de los vivos, no de los muertos. Ellos estaban muertos.
En eso no descubrí nada nuevo, sino que, casi por instinto, acerté el camino de aquellos viejos conocidos para quienes la literatura no fue una forma exquisita de la singularidad sino una imperiosa y hasta trágica necesidad. Como tal, no se limitó a un par de libros sino que informó, conformó y complicó todas sus vidas.
Hemingway tiene usa frase al respecto que me parece bastante esclarecedora. “El talento reside en como uno vive la vida”. Es decir, no se trata meramente de escribir algunos libros sino de ser autor y protagonista de toda mi vida. Un libro no es más que una cierta cantidad de hojas y tinta de impresión. Hoy en día puede llegar a hacerlo una computadora electrónica. Pero lo que no puede llegar a darme la computadora es el dolor, la soledad y la miseria o la alegría y el éxtasis de una vida. Y entre una computadora y un exquisito que en su torre de marfil ordena, clasifica y selecciona sustantivos y adjetivos no veo gran diferencia. Ambos están igualmente amputados y mutilados, la vida se detiene a sus espaldas. La literatura es un artificio más o menos feliz.
Días pasados, en una encuesta organizada por una revista holandesa me preguntaban mi opinión sobre Borges. Supongo que la nueva generación siente más bien fastidio por este viejo ídolo embalsamado en vida. Sin embargo sería tonto reprocharle nada a Borges solo porque es viejo. Personalmente, me molesta su actitud política en esta América desgarrada por la injusticia y la miseria. Es un reaccionario o, en todo caso, un ingenuo. Pero esto, por lo menos en teoría, tal vez no tenga nada que ver con la literatura en estado puro.
Tampoco me impide reconocer en Borges al escritor más brillante y refinado de un país que es más bien todo lo contrario. Pero así y todo no me interesa para nada porque simplemente con todo su talento literario Borges es el tipo con menos talento para vivir.
No tiene nada que darme como no sea ese brillo y esa forma y algún comentario sobre las literaturas germánicas medievales. Prefiero, a pesar de sus limitaciones, a un Juan José Morosoli que, en un estilo simple y descarnado en el que a menudo cuenta más la intención, me golpea de pronto con una realidad que jamás podría darme Borges porque simplemente es incapaz de vivirla.
Y cuando digo realidad no me refiero a algo que efectivamente se corresponda con esa supuesta realidad exterior a nosotros que es nada más que una abstracción, sino a la exclusiva y personal realidad de la obra de arte. Se habla con frecuencia de realismo literario aludiendo, por lo general, a una literatura que se corresponde con una realidad externa e inclusive, en el caso del objetivismo, que la calca. Se parte del supuesto, creo yo, de que existe, con independencia de nuestra subjetividad, una externidad inmóvil y coherente perfectamente recortada en el tiempo. Lo que existe, en todo caso, es una pura fluencia, un caos de estímulos y sensaciones al que nuestra subjetividad le otorga sentido. De manera que así como existen muchas subjetividades existen muchos sentidos y, por lo tanto, muchas realidades.
Referido a la literatura, el equívoco de una realidad universal y compartida ha generado una corriente literaria que trata de interpretarla y ésta, por otra parte, tendría que ser interminable
En el caso particular de la literatura argentina ese equívoco ha fomentado más o menos conscientemente la pretensión de una novelística inclusive de una novela que abarque y agote de una vez y para siempre una supuesta realidad nacional . Lo que podría llamarse la novela monumento o la literatura del bronce. Todo lo que ha logrado con ello es acentuar todavía más el divorcio entre la literatura y el país, La Argentina es una suma de realidades, a menudo incomunicadas entre si, en perpetuo cambio todas ellas, lo que genera nuevas realidades, y cuando pueblo el Buenos Aires con orilleros del 20 porque se me ocurre que esto es mas representativo que un montón de melenudos bailando “Juanita Banana” o “Señor Caníbal” en lugar de un tango de Arolas lo que estoy haciendo es desfigurar y ocultar el país.
Todo esto parece contradecirse con lo que dije un poco antes. Si existe una realidad de Morosoli existe también una realidad de Borges. En todo caso la realidad de Morosoli es algo vivo mientras que la realidad de Borges es nada más que literaria. Detrás de Morosoli hay un mundo poblado de gentes. Detrás de Borges hay un vacío poblado de ausencias. Borges vive entre libros. Morosoli vive entre hombres
Y en nombre de la justicia permítanme aquí dos palabras sobre un autor que, como comprenderán, al lado de Borges es un desconocido. Juan José Morosoli nació, vivió y murió en Minas (R.O.U). Su padre fue albañil. Matriculado en la escuela primaria en 1907 debió abandonarla en 1909 para ponerse a trabajar. En otras palabras no pasó de segundo grado. Fue mandadero dependiente, de todo un poco hasta adquirir una barraca, al frente de la cual estuvo hasta su muerte.
Su literatura puede describirse en pocas palabras, que son suyas: “Yo creo que con amor y amistad se puede comprender a los hombres. Y aquí – en los bordes de mi pueblo- está la veta. Y también en las chacras que no tienen, que yo sepa, su cronista. Y en las canteras, de las que está roto todo el paisaje de Minas. Tal vez yo sea un poco parecido a mis hombres. Por eso los saco como son. ¿No ve que soy muy inculto y solo tengo el mérito de ser un buen busca-rumbo?
Las palabras no pueden ser más simples pero hay en ellas toda una preceptiva literaria-
La mayor parte de los escritores argentinos vive en Buenos Aires. Algunos escriben sobre lugares y personajes más o menos agrestes de la misma manera que Cortázar lo hace sobre Buenos Aires desde París. Otro, que ni siquiera eso han conocido (a lo sumo hacen turismo en su propio país), no tienen más re medio que limitarse a Buenos Aires puesto que nunca han salido de él. Pero, por lo general, el suyo resulta un Buenos Aires irreconocible o en todo caso histórico, poblado con paicas, grelas y compadres y todo ese repertorio malevo que, de pronto, ha desatado el tardío fervor de los intelectuales argentinos. En ese sentido, parece que estamos condenados a llegar tarde.
Así por ejemplo nuestro entusiasmo por el tango literario y convencional, sin espontaneidad de formas y de dudosa sinceridad, aparece 20 o 30 años después del tango vivo y popular. En la misma medida somos peronistas 10 o 15 años después. No me sorprendería que dentro de otros 10 o 15 años participemos de mesas redondas y simposios sobre Palito Ortega o Claudio Caramelo y que poetas con cara de catecúmenos canten “Despeinada” o “Te estas poniendo negra”. Me resulta cómico escuchar por Radio Nacional a un escritor con voz más bien de escritora, hablando de Contursi o De Caro, en el mismo estilo que si lo hiciera sobre la “Crítica de la Razón Pura”. Lo que me resulta triste es que el país se nos pase de largo. Hay alguno, por fin, tan alejado de todo, que ubica sus personajes en el Renacimiento y que, si por él fuera se pasearía por la calle Florida con calzones y escarpines. Están, por supuesto, los escritores que simplemente no escriben. Aquellos, como por ejemplo, que a través de la SADE obtuvieron un diploma de escritor y aparecen en cuanto homenaje, presentación, entrevista, mesa redonda, agravio o desagravio anda por ahí. Son los que han hecho de la literatura una actividad social.
En cualquier caso esa mayoría vive y escribe espiritualmente aislada en Buenos Aires. La real conformación del país, teóricamente federal, pero de hecho política, económicamente unitaria se refleja en ellos de modo dramático. Han creado un país de ficción y en consecuencia, han fingido vidas y realidades que no existen.
(Desgraciadamente, ese tipo de escritor se corresponde con un tipo de lector. Se escribe de rebote, se busca la interpretación y ante todo, la representación)
Hay, por supuesto, notables excepciones pero generalmente han pagado con la incomprensión o la indiferencia y, por fin, el olvido. Con lo que el escribir, tarde o temprano, se resuelve en una conducta y un riesgo. Es allí donde está el compromiso. No en el hecho de urdir una literatura comprometida, lo cual es bastante confuso, sino en el de asumir un compromiso con la vida.
Esto que digo tiene una connotación heroica pero en mi caso, y creo que en el de todos, no se trata de un renunciamiento o algo por el estilo sino de la tan simple cuestión de ser o no ser. Aceptar todo aquello equivale a renunciar a mi mismo. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con la vida rescato la literatura pero aunque no fuera así la elegiría de todas maneras.
Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Quiero decir que no vivo recluido en mi escritorio con la lapicera amartillada o parapetado detrás de una Olivetti, esperando que los sucesos y personajes salgan del aire. Yo mismo me convierto en sujeto y personaje, me complico con la gente, camino, corro, salto en medio de ella, dedico a un árbol todo el tiempo que se merece y presto la misma atención al maestro que me enseña que a mi perro cuando ladra (a menudo mi perro tiene tanto que decirme que no tengo tiempo de escuchar al maestro). Hay buenos y malos maestros, por supuesto, pero todos tienen algo que enseñarme en su momento. Mis amigos del boliche lo tienen siempre. Si un edificio me tapa la ciudad no espero a que el edificio se corra sino que trepo sobre él y así veo toda la ciudad y detrás de la ciudad veo el camino. Entonces comprendo que ha llegado mi hora, cierro con un golpe el libro y me lanzo por él.
Están los grandes divos de la literatura que viven, para decirlo en alguna forma, sumidos y consumidos en ese ingenioso mundito de frágiles y minúsculas celebridades a las cuales se reduce toda su experiencia con el mundo.
Puntualmente, cada uno o dos años (con excepción de Sábato, que lo hace cada trece) editan un libro. Pero todos sus libros juntos no valen una hoja de ese loco vagamundo de Jack Kerouac que con su mochila al hombro corre de una punta a otra de esa gigantesca tierra que gime, canta o resopla a través de su sangre y mientras corre detrás de Dean Moriarty o de otra sombra cualquiera que nunca podrá alcanzar, garrapatea algunas hojas en un vagón de carga que hiende la noche en dirección a San Francisco o en la litera de un barco que surca el Golfo de México o en una carpa de un dólar por día en los algodonales de Sabinal. Ni valen una página de Hemingway, ni media de Sillitoe y ni siquiera un punto de Morosoli.
Morosoli persona ha muerto. Morosoli escritor vive. Sus libros los escribió la vida. Morosoli vivirá siempre.
Ojalá alguien alguna vez, aunque sea en una mediocre conferencia diga y sobre todo sienta lo mismo de mí.

Haroldo Conti

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UNA PEQUEÑA FABULA

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió.

 
Franz Kafka

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Casiopea

Como una gota fui de la marea
la playa me hizo grano de la arena.

Fui punto en multitud por donde fui
nadie me detectó y así aprendí.

Cuando creí colmada la tarea
volví mi corazón a Casiopea.

Cumplí celosamente nuestro plan:
por un millón de años esperar.

Hoy llevo el doble dando coordenadas
pero nadie contesta mi llamada.

¿Qué puede haber pasado a mi señal?
¿Será que me he quedado sin hogar?.

Hoy sobrevivo apenas a mi suerte
lejano de mi estrella de mi gente.

El trance me ha mostrado otra lección:
el mundo propio siempre es el mejor.

Me voy debilitando lentamente
Quizás ya no sea yo cuando me encuentren.
                                                                                 Silvio Rodriguez

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Nochecita de verano con el viejo

En aquel verano de los 80, el calor dicen que era menor al actual, "era otro tipo de calor, más soportable" es lo que me repiten cada vez que el clima se inmiscuye en la conversación con aquellos mayores de memoria venerable.
A decir verdad, no podría contradecir tal aseveración, tampoco podría afirmarlo, sólo recuerdo esa noche de verano.
La oscuridad que inundaba todo, no sólo se debía a la mas inmensa noche demorada del verano, sino al corte de luz, el cual "tampoco se debía al alto consumo" según me comentan las mismas memorias.
El silencio era absoluto, acorde para que mi padre encienda esa vieja radio pesada de pilas gordas, y sintonizar radio "El Mundo", eran las doce de la noche y había cita nuevamente con la radio en verano.
A pesar de lo que dijeron las memorias antes consultadas, recuerdo como sello indeleble que no se soportaba, el calor no se soportaba esa noche, estar dentro del dormitorio sin revocar era una tortura.
Entonces la silueta del viejo se levanta y corta la habitación en dirección a la puerta que comunica al pasillo, se sienten sus pasos cansados alejarse. De repente una puerta igualmente lejana se abre y sólo el perro que dormita bajo la higuera parece notarlo.
La invitación vendrá por los barrotes de la ventana que da al patio, la ventana de la habitación que tiene esa boca comunicante al exterior y que esa noche no es suficiente para apaciguar el calor.
No lo pienso, ni una ni dos veces, porque es automático. También decido ser una silueta que abandona a mi madre por un momento de la habitación, a ella no le gusta subirse, prefiere estar bien cerca del suelo (ahora, con el pasar de los años entiendo porqué, resulta que ella es más de tener los pies al suelo, de amar la tierra y las flores, ella es primavera)
Se adivina en la noche el guiño que ofrece la escalera apoyada en la pared. Llevamos la radio para que resuenen esos chamamé de Radio El Mundo, y un colchón viejo, el que va perdiendo contenido pero le sobra historia.
Y así se descubre el cielo nocturno, las estrellas que parecieran aguijonear el negro firmamento, y la luna inmensa que no permite a nadie sentirse solo.
Me recuesto junto al viejo y suena Ivotí, uno de sus preferidos, suspira, me murmura algunas palabras y se duerme. Me quedo asombrado con el cielo, mientras el ronquido leve del viejo aleja la noche y empieza a bienvenir a la mañana, donde nuevamente el obrador, el calor infernal (o no tanto según las memorias) y el trabajar como esclavo, justifican la comida familiar y las pilas de la radio para escuchar un par de chamamé antes de dormir, cuando se corta la luz. La noche se consumió y es hora de bajar todo nuevamente, el colegio espera, y mi madre también.

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La Balada del Alamo Carolina

A mi madre, doña Petrolina Lombardi de Conti,

y a la ciudad de Chacabuco, mi pueblo.

 

Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,

la primavera siempre volverá.

Tú, florece.

Anónimo japonés

 

Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.

Este álamo Carolina nació aquí mismo, exactamente, aun­que el álamo Carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos.

Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y templó la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos.

Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. Tam­bién ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.

Ahora es un viejo álamo Carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado que al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.

Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando dónde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo Carolina recuerda.  

A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descan­só un rato y luego reemprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol floreci­do de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agi­tarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.

Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita con el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de una rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.

Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapas que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces.

Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera.

Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las des­cascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.

El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra.

Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuanto hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo Carolina se comuni­caba a través de aquel húmedo corazón.

Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los ár­boles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aque­lla dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.

¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus herma­nos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duer­men propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrellas se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra.

 Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen la oscuridad, un pájaro desvela­do vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo.

En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.

Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuanto vive se mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol com­pleto, sintió por primera vez el dolor de su fijeza.

Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al co­mienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había apren­dido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vue­los.

El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jaula vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol mú­sico.

Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el árbol son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza.

Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo Carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos.

Hasta que allá por septiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo Carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.

Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita a la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.

Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas, y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa.

 Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo Carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco. Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.

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