Aplaudida Charla / Chacabuco,1966
HAROLDO CONTI
En la Escuela N 12
Un nutrido y selecto auditorio colmo anteayer el amplio hall de la Escuela N 12 que siguió con evidente interés el desarrollo del tema “Literatura y Vida”, abordado por el ex alumno de dicho establecimiento y laureado escritor HAROLDO CONTI. Esta conferencia formaba parte del programa de actos preparado con motivo de celebrar sus “bodas de Brillante la Escuela N 12
La presentación del escritor estuvo a cargo de la Vice – directora Sra. Teresa Cieri de Tarello, quien con oportunas palabras destacó la personalidad del Sr Conti, quien tras los conceptos vertidos sobre su persona expresó:
Esto no es una conferencia, si es que ustedes esperaban eso. Es más bien una charla y si la he escrito, y por lo tanto la leo se debe nada más que al deseo de seguir cierto orden y no perderme en divagaciones que la prolonguen más allá de lo soportable. Ante todo, quiero agradecer a la señora directora y personal de esta querida escuela que hayan considerado oportuno que yo les hable en esta especial ocasión. Es un honor que aprecio debidamente y no vean en esto un hueco cumplido. Me conmueve pensar que hace algunos años me sentaba en estos mismos bancos, aunque supongo que como alumno debí ser una verdadera calamidad. De todas maneras, en nombre de aquella pequeña calamidad, gracias. Gracias a mis sabias maestras de la infancia, no solo en nombre de ese mal alumno que se vuelve desde el recuerdo y los contempla con cariño, sino también en nombre de mis hijos, de mi mujer, de mis libros, de todo lo que vino después. Ustedes pusieron la alegría, yo puse la tristeza.
En realidad yo nunca salí de aquí. Y cuando digo yo no me refiero a esa confusa sucesión de actos y sucedidos, de sueños y vigilias que es mi historia, o más bien mi constancia física en el tiempo, sino a esa especie de espectador o testigo de algo que le ocurrió a medias, o en todo caso le ocurrió a alguien parecido a mí mismo. No sé cómo me verán ustedes, tal vez solo un extraño que tratan de reconstruir a partir de un nombre. Yo en cambio me miro y me reconozco en ustedes, me miro y me reconozco en cada vieja cosa como si en verdad recién estuviese al comienzo de la historia, en los días sin sombra de la infancia cuando cada cosa era del tamaño de mi alegría y la gente no envejecía jamás sino que simplemente era tal cual a si misma. Mañana, fiesta de San Donato, el viejo Minervino tocará la gaita en la puerta de la parroquia, el padre Doglia nos echara un sermón lleno de ángeles y demonios con acento gringo, las bombas de estruendo del almacén Cane surcaran el aire y por la tarde la Banda de Bimbo Marsiletti escoltará nuestra lánguida ronda por la Plaza San Martin.
Ahora, la señorita Bonini me acaricia la cabeza y yo corro hacia el patio para un recreo que durara toda la vida. Ahí están mis compañeros. Todavía no se que ya son hombres, que algunos se han marchado, que todos hemos envejecido, que unos pocos tal vez me escucharan una tarde de 1966, también yo casi un desconocido, casi un forastero.
Acaso el deseo de rescatar del olvido toda esa frágil historia, reviviéndome y reviviéndonos como ya ni siquiera nosotros mismos podríamos hacerlo, es lo que un día contra toda sospecha, me llevo o más bien me obligo a escribir.
A menudo se nos pregunta por qué escribe uno. Yo mismo me he hecho varias veces esa pregunta desde el momento que la literatura dejo de ser para m una novedad y comenzó a ser casi un oficio. Mas bien un duro oficio. Por qué no hacer otra cosa si después de todo esto no me hace especialmente feliz?
Bueno, en el fondo no se muy bien por qué. Todo lo que puedo decir es que feliz o infeliz, cambia, al menos por ahora, mi única manera de realizarme. Casi diría mi manera de existir, siempre que se le dé al término su verdadera consistencia filosófica. Puedo usurpar momentáneamente otras vidas, pero me asumo en términos absolutamente personales es en esta cosa del escribir, con sus encantos y desencantos absolutamente personales. Con esto no quiero darle a mi tarea un énfasis especial. El sentido misional o el dramático que algunos le dan, en mi caso al menos no lo considero esencial. Digo nada más que es mi manera de realizarme. Lo que tiene de padecimiento va por mi cuenta.
Hay una pregunta que sigue inmediatamente a esa primera. Que de alguna manera depende de ella y aún está implicada en ella, aunque no parezca así a primera vista. Cómo escribo?. Pero entiendan que si al escribir lo tomo como un consistir, al preguntar cómo escribo en resumidas cuentas pregunto cómo o en qué consisto.
Les parecerá muy simple si digo que para mi escribir es normal pero no aludo, naturalmente, a esa amable literatura que va extrayendo del pasado plácidos y cariñosos recuerdos. Lo entiendo como una actitud existencial. Yo soy yo y mi historia. Y aún esto mismo es una distinción ideal. Como identidad yo soy mi historia. De manera que al evocarme no hago otra cosa que asumirme y rescatarme como persona, como individuo, como ese exclusivo individuo con su exclusiva historia que es lo único que puede dar testimonio de su existencia y que en definitiva, no es otra cosa que su propia existencia.
Y así, a través de mis personajes soy yo el que me vivo. Me vivo en historias que fueron o pudieron ser, no importa su correspondencia efectiva en el tiempo porque después de todo el tiempo sin nosotros, sin lo que nosotros proyectamos en él no es más que un negro vacío o, mejor, simplemente nada. Y todo lo que pretendo es que otros, la mayoría de los cuales no llegaré a conocer nunca, se vivan a partir de la minúscula sucesión de signos que, mientras alguien no los anima, apenas son un trazo de tinta. Este es el único interés que tiene para m la literatura. Digo para mí puesto que me refiero a mi exclusiva experiencia. No se si, después de todo, he llagado a ser un escritor pero que indiscutiblemente no soy es un literato.
Cuando escribí Sudeste, vivía prácticamente en las islas y, aparte del hecho de empuñar una lapicera y sentarme frente a una hoja de papel, la historia salió de la gente y las cosas, casi a mi pesar. Por ese tiempo no conocía a ningún escritor, y creo que desde entonces, cundo me resultaban tan lejanos, comprendí que no hay nada mejor que esa lejanía para participar de sus mundos.
Estoy seguro de que no hubiera ganado nada ( más bien habría perdido) conociendo a la persona Faulkner o Mann, o Morosoli o Caldwell o Macedonio Fernández o Joyce o Pavese u Horacio Quiroga o Dylan Thomas o Hemingway o Mateo Booz (hablo de ellos como si estuvieran vivos. En cierta forma lo están, la única como los conocí y representan algo para mí). Su persona real, aunque llamarla así es bien relativo, no se interpuso entre yo y ellos y justamente por eso me resultan tan familiares y todavía hoy me escoltan como viejos conocidos. A través de sus libros me entregaron lo mejor de sus vidas y quedó para ellos la pequeñez, la anécdota y tal vez la miseria de sus personales existencias, apenas distintas a la mía por el nombre. Después de Sudeste, y siempre a mi pesar, conocí por fin ese mundo que llaman de las letras y mi desencanto fue tan grande que pensé que nunca mas iba a poder escribir una línea. Allí estaba toda esa gente que suponía espiritualmente la más rica sostenida sobre la cabeza de un alfiler, podada y limitada en sus experiencias hasta la asfixia, y yo con mi novelita debajo del brazo tratando de hacerme un hueco donde pudiera meter los pies.
Entonces decidí seguir donde estaba, porque después de todo no es tan importante vivir como escritor sino escribir como tal. Lo que yo quería era una literatura que no se interpusiera entre uno y la vida sino que fuese justamente un modo de conocerla y penetrarla mejor. Una literatura así es una tarea solitaria, dramática y lúdica al mismo tiempo, y sobre todo necesita de los vivos, no de los muertos. Ellos estaban muertos.
En eso no descubrí nada nuevo, sino que, casi por instinto, acerté el camino de aquellos viejos conocidos para quienes la literatura no fue una forma exquisita de la singularidad sino una imperiosa y hasta trágica necesidad. Como tal, no se limitó a un par de libros sino que informó, conformó y complicó todas sus vidas.
Hemingway tiene usa frase al respecto que me parece bastante esclarecedora. “El talento reside en como uno vive la vida”. Es decir, no se trata meramente de escribir algunos libros sino de ser autor y protagonista de toda mi vida. Un libro no es más que una cierta cantidad de hojas y tinta de impresión. Hoy en día puede llegar a hacerlo una computadora electrónica. Pero lo que no puede llegar a darme la computadora es el dolor, la soledad y la miseria o la alegría y el éxtasis de una vida. Y entre una computadora y un exquisito que en su torre de marfil ordena, clasifica y selecciona sustantivos y adjetivos no veo gran diferencia. Ambos están igualmente amputados y mutilados, la vida se detiene a sus espaldas. La literatura es un artificio más o menos feliz.
Días pasados, en una encuesta organizada por una revista holandesa me preguntaban mi opinión sobre Borges. Supongo que la nueva generación siente más bien fastidio por este viejo ídolo embalsamado en vida. Sin embargo sería tonto reprocharle nada a Borges solo porque es viejo. Personalmente, me molesta su actitud política en esta América desgarrada por la injusticia y la miseria. Es un reaccionario o, en todo caso, un ingenuo. Pero esto, por lo menos en teoría, tal vez no tenga nada que ver con la literatura en estado puro.
Tampoco me impide reconocer en Borges al escritor más brillante y refinado de un país que es más bien todo lo contrario. Pero así y todo no me interesa para nada porque simplemente con todo su talento literario Borges es el tipo con menos talento para vivir.
No tiene nada que darme como no sea ese brillo y esa forma y algún comentario sobre las literaturas germánicas medievales. Prefiero, a pesar de sus limitaciones, a un Juan José Morosoli que, en un estilo simple y descarnado en el que a menudo cuenta más la intención, me golpea de pronto con una realidad que jamás podría darme Borges porque simplemente es incapaz de vivirla.
Y cuando digo realidad no me refiero a algo que efectivamente se corresponda con esa supuesta realidad exterior a nosotros que es nada más que una abstracción, sino a la exclusiva y personal realidad de la obra de arte. Se habla con frecuencia de realismo literario aludiendo, por lo general, a una literatura que se corresponde con una realidad externa e inclusive, en el caso del objetivismo, que la calca. Se parte del supuesto, creo yo, de que existe, con independencia de nuestra subjetividad, una externidad inmóvil y coherente perfectamente recortada en el tiempo. Lo que existe, en todo caso, es una pura fluencia, un caos de estímulos y sensaciones al que nuestra subjetividad le otorga sentido. De manera que así como existen muchas subjetividades existen muchos sentidos y, por lo tanto, muchas realidades.
Referido a la literatura, el equívoco de una realidad universal y compartida ha generado una corriente literaria que trata de interpretarla y ésta, por otra parte, tendría que ser interminable
En el caso particular de la literatura argentina ese equívoco ha fomentado más o menos conscientemente la pretensión de una novelística inclusive de una novela que abarque y agote de una vez y para siempre una supuesta realidad nacional . Lo que podría llamarse la novela monumento o la literatura del bronce. Todo lo que ha logrado con ello es acentuar todavía más el divorcio entre la literatura y el país, La Argentina es una suma de realidades, a menudo incomunicadas entre si, en perpetuo cambio todas ellas, lo que genera nuevas realidades, y cuando pueblo el Buenos Aires con orilleros del 20 porque se me ocurre que esto es mas representativo que un montón de melenudos bailando “Juanita Banana” o “Señor Caníbal” en lugar de un tango de Arolas lo que estoy haciendo es desfigurar y ocultar el país.
Todo esto parece contradecirse con lo que dije un poco antes. Si existe una realidad de Morosoli existe también una realidad de Borges. En todo caso la realidad de Morosoli es algo vivo mientras que la realidad de Borges es nada más que literaria. Detrás de Morosoli hay un mundo poblado de gentes. Detrás de Borges hay un vacío poblado de ausencias. Borges vive entre libros. Morosoli vive entre hombres
Y en nombre de la justicia permítanme aquí dos palabras sobre un autor que, como comprenderán, al lado de Borges es un desconocido. Juan José Morosoli nació, vivió y murió en Minas (R.O.U). Su padre fue albañil. Matriculado en la escuela primaria en 1907 debió abandonarla en 1909 para ponerse a trabajar. En otras palabras no pasó de segundo grado. Fue mandadero dependiente, de todo un poco hasta adquirir una barraca, al frente de la cual estuvo hasta su muerte.
Su literatura puede describirse en pocas palabras, que son suyas: “Yo creo que con amor y amistad se puede comprender a los hombres. Y aquí – en los bordes de mi pueblo- está la veta. Y también en las chacras que no tienen, que yo sepa, su cronista. Y en las canteras, de las que está roto todo el paisaje de Minas. Tal vez yo sea un poco parecido a mis hombres. Por eso los saco como son. ¿No ve que soy muy inculto y solo tengo el mérito de ser un buen busca-rumbo?
Las palabras no pueden ser más simples pero hay en ellas toda una preceptiva literaria-
La mayor parte de los escritores argentinos vive en Buenos Aires. Algunos escriben sobre lugares y personajes más o menos agrestes de la misma manera que Cortázar lo hace sobre Buenos Aires desde París. Otro, que ni siquiera eso han conocido (a lo sumo hacen turismo en su propio país), no tienen más re medio que limitarse a Buenos Aires puesto que nunca han salido de él. Pero, por lo general, el suyo resulta un Buenos Aires irreconocible o en todo caso histórico, poblado con paicas, grelas y compadres y todo ese repertorio malevo que, de pronto, ha desatado el tardío fervor de los intelectuales argentinos. En ese sentido, parece que estamos condenados a llegar tarde.
Así por ejemplo nuestro entusiasmo por el tango literario y convencional, sin espontaneidad de formas y de dudosa sinceridad, aparece 20 o 30 años después del tango vivo y popular. En la misma medida somos peronistas 10 o 15 años después. No me sorprendería que dentro de otros 10 o 15 años participemos de mesas redondas y simposios sobre Palito Ortega o Claudio Caramelo y que poetas con cara de catecúmenos canten “Despeinada” o “Te estas poniendo negra”. Me resulta cómico escuchar por Radio Nacional a un escritor con voz más bien de escritora, hablando de Contursi o De Caro, en el mismo estilo que si lo hiciera sobre la “Crítica de la Razón Pura”. Lo que me resulta triste es que el país se nos pase de largo. Hay alguno, por fin, tan alejado de todo, que ubica sus personajes en el Renacimiento y que, si por él fuera se pasearía por la calle Florida con calzones y escarpines. Están, por supuesto, los escritores que simplemente no escriben. Aquellos, como por ejemplo, que a través de la SADE obtuvieron un diploma de escritor y aparecen en cuanto homenaje, presentación, entrevista, mesa redonda, agravio o desagravio anda por ahí. Son los que han hecho de la literatura una actividad social.
En cualquier caso esa mayoría vive y escribe espiritualmente aislada en Buenos Aires. La real conformación del país, teóricamente federal, pero de hecho política, económicamente unitaria se refleja en ellos de modo dramático. Han creado un país de ficción y en consecuencia, han fingido vidas y realidades que no existen.
(Desgraciadamente, ese tipo de escritor se corresponde con un tipo de lector. Se escribe de rebote, se busca la interpretación y ante todo, la representación)
Hay, por supuesto, notables excepciones pero generalmente han pagado con la incomprensión o la indiferencia y, por fin, el olvido. Con lo que el escribir, tarde o temprano, se resuelve en una conducta y un riesgo. Es allí donde está el compromiso. No en el hecho de urdir una literatura comprometida, lo cual es bastante confuso, sino en el de asumir un compromiso con la vida.
Esto que digo tiene una connotación heroica pero en mi caso, y creo que en el de todos, no se trata de un renunciamiento o algo por el estilo sino de la tan simple cuestión de ser o no ser. Aceptar todo aquello equivale a renunciar a mi mismo. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con la vida rescato la literatura pero aunque no fuera así la elegiría de todas maneras.
Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Quiero decir que no vivo recluido en mi escritorio con la lapicera amartillada o parapetado detrás de una Olivetti, esperando que los sucesos y personajes salgan del aire. Yo mismo me convierto en sujeto y personaje, me complico con la gente, camino, corro, salto en medio de ella, dedico a un árbol todo el tiempo que se merece y presto la misma atención al maestro que me enseña que a mi perro cuando ladra (a menudo mi perro tiene tanto que decirme que no tengo tiempo de escuchar al maestro). Hay buenos y malos maestros, por supuesto, pero todos tienen algo que enseñarme en su momento. Mis amigos del boliche lo tienen siempre. Si un edificio me tapa la ciudad no espero a que el edificio se corra sino que trepo sobre él y así veo toda la ciudad y detrás de la ciudad veo el camino. Entonces comprendo que ha llegado mi hora, cierro con un golpe el libro y me lanzo por él.
Están los grandes divos de la literatura que viven, para decirlo en alguna forma, sumidos y consumidos en ese ingenioso mundito de frágiles y minúsculas celebridades a las cuales se reduce toda su experiencia con el mundo.
Puntualmente, cada uno o dos años (con excepción de Sábato, que lo hace cada trece) editan un libro. Pero todos sus libros juntos no valen una hoja de ese loco vagamundo de Jack Kerouac que con su mochila al hombro corre de una punta a otra de esa gigantesca tierra que gime, canta o resopla a través de su sangre y mientras corre detrás de Dean Moriarty o de otra sombra cualquiera que nunca podrá alcanzar, garrapatea algunas hojas en un vagón de carga que hiende la noche en dirección a San Francisco o en la litera de un barco que surca el Golfo de México o en una carpa de un dólar por día en los algodonales de Sabinal. Ni valen una página de Hemingway, ni media de Sillitoe y ni siquiera un punto de Morosoli.
Morosoli persona ha muerto. Morosoli escritor vive. Sus libros los escribió la vida. Morosoli vivirá siempre.
Ojalá alguien alguna vez, aunque sea en una mediocre conferencia diga y sobre todo sienta lo mismo de mí.
Haroldo Conti
Misiones: El día que la democracia, una vez más, lloró
-
Primera parte de una serie de crónicas, pruebas e informes referidos a la
represión contra trabajadores y trabajadoras de Misiones, ocurrida el 5 de
marzo ...
Hace 10 años
0 comentarios:
Publicar un comentario