Lo que me pasa es que no consigo andar por el
mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a
alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco.
No
hace tanto, con mi mujer, lavábamos los pañales de los críos, los
colgábamos en la cuerda junto a otra ropita, los planchábamos, los
doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar.
Y
ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se
encargaron de tirar todo por la borda, incluyendo los pañales.
¡Se
entregaron inescrupulosamente a los desechables! Si, ya lo sé. A
nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos
resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los
mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores.
¡¡¡Nooo!!! Yo no digo que eso era mejor.
Lo
que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora
no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien,
eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de
música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la
computadora todas las navidades.
¡Guardo los vasos desechables!
¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez!
¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos!
¡Los cubiertos de plástico conviven con los de acero inoxidable en el cajón de los cubiertos!
¡Es que vengo de un tiempo en el que las cosas se compraban para toda la vida!
¡Es más!
¡Se compraban para la vida de los que venían después!
La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas de loza.
Y
resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más
cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos
cambiado de heladera tres veces.
¡¡Nos están fastidiando! ! ¡¡Yo
los descubrí!! ¡¡Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se
quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo.
Nada se repara. Lo obsoleto es de fábrica.
¿Dónde están los zapateros arreglando las media-suelas de las Nike?
¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa?
¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista?
¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y, mientras tanto, producimos más y más basura.
El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad.
El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!
¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de… años!
Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII)
No
existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas
de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en la Fiesta de
San Juan.
Los pocos desechos que no se comían los animales,
servían de abono o se quemaban. De ‘por ahí’ vengo yo. Y no es que haya
sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que lo educaron con
el ‘guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo’, pasarse al
‘compre y tire que ya se viene el modelo nuevo’.
Mi cabeza no resiste tanto.
Ahora
mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una
vez por semana, sino que, además, cambian el número, la dirección
electrónica y hasta la dirección real.
Y a mí me prepararon para
vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo
nombre (y vaya si era un nombre como para cambiarlo). Me educaron para
guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día
las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.
Si,
ya lo sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos
podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de
hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente
del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no
guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que
se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo?
¿Será
que cuando las cosas se consiguen fácilmente, no se valoran y se
vuelven desechables con la misma facilidad con la que se consiguieron?
En
casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para
los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el
tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto.
Y
guardábamos.. . ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!!
¡¡Guardábamos las chapitas de los refrescos!! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos
limpia-calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el
barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para
los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las
martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los
instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo
guardábamos!
¡¡¡Las cosas que usábamos!!!: mantillas de faroles,
ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos.
Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo
se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de
lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Tubitos de plástico
sin la tinta, tubitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la
lapicera, lapiceras sin el capuchón. Encendedores sin gas o encendedores
que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor.
Cuando
el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se
tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los
encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se
convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar. Y nuestros cajones
guardaban las llavecitas de las latas de sardinas o del corned-beef, por
las dudas que alguna lata viniera sin su llave.
¡Y las pilas! Las
pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa.
Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que
vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida
útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín.
Las
cosas no eran desechables. Eran guardables. ¡¡¡Los diarios!!! Servían
para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en
el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver.
¡¡¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario
pegado al trozo de carne!!!
Y guardábamos el papel plateado de
los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y
las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los
remedios por si algún medicamento no traía el cuentagotas y los fósforos
usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra
que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los
primeros álbumes de fotos.
Y las cajas de cigarros Richmond se
volvían cinturones y posa-mates y los frasquitos de las inyecciones con
tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los
mazos de naipes se reutilizaban aunque faltara alguna, con la
inscripción a mano en una sota de espada que decía ‘éste es un 4 de
bastos’.
Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de
ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos
que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.
Yo
sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros
objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden ‘matarlos’ apenas
aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a
nada: ¡¡¡ni a Walt Disney!!!
Y cuando nos vendieron helados en
copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: ‘Cómase el helado y
después tire la copita’, nosotros dijimos que sí, pero, ¡¡¡minga que la
íbamos a tirar!!! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de
las copas.
Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y
hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en
adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de
acuarelas, las tapas de botellones en ceniceros, las primeras latas de
cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una
botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores
que se desechan y los que preservábamos. ¡¡¡Ah!!! ¡¡¡No lo voy a
hacer!!! Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son
desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad son
descartables.
Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos
con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va
perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado
efímero. No lo voy a hacer. No voy a mezclar los temas, no voy a decir
que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne.
No
voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan
a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más
nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les
discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto
sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo
contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente
entregar a la ‘bruja’ como parte de pago de una señora con menos
kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar
este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la ‘bruja’ me gane
de mano y sea yo el entregado.
Eduardo Galeano
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