El ámbito donde tiene lugar el siguiente relato es un pequeño parque rodeado por edificios de departamentos. Es junio, el mes de la celebración de la luz, el sol, y el comienzo del verano en el norte.
Es domingo antes del mediodía, "hora de ir a misa", según el viejo modo de referirse a las horas más tranquilas de la semana.
En algunos balcones que dan al parque, la gente disfruta de desayunos tardíos, o está leyendo o descansando.
Un hombre llega al parque. Arrastra bolsas de plástico y se sienta entre ellas.
Las bolsas contienen botellas de cerveza. El hombre abre una botella, dos, varias, habla un rato solo, luego con algunos niños que juegan a su alrededor. Habla y canta, para disfrute de su audiencia.
Después de un tiempo, el hombre se levanta, camina hacia unos arbustos y se desabrocha la bragueta del pantalón. Varios niños lo siguen.
Aquí necesitamos dos edificios de departamentos, no uno, para desarrollar este punto. Los dos edificios que dan al parque son exactamente iguales, construidos en base al mismo plan. Pero sus historias no son las mismas. Uno de los edificios fiíe construido de manera moderna, por una empresa constructora profesional. Todo estaba listo cuando los ocupantes se mudaron, totalmente terminado, con llave en mano, y con un eficiente ascensor desde el garaje hasta el último piso. Llamemos a este edificio la casa de la perfección.
El otro edificio tiene una historia más turbulenta. El constructor había quebrado, no quedaba más dinero. Sin ascensor que fiíncionara, sin puertas de entrada en los pasillos, sin cocinas instaladas; en conjunto una situación desesperante.
Los fiituros propietarios -que habían pagado antes de la quiebra- se vieron forzados a remediar los peores defectos; se realizaron acciones conjuntas para reparar puertas, techos, pisos defectuosos, y asfaltar el camino de entrada. Se creó un comité de crisis para demandar al constructor. Fue un trabajo pesado y requirió de sociabilidad. Llamemos a este edificio la casa de la turbulencia.
Volvamos ahora al hombre del parque.
El hombre, medio oculto entre los arbustos, rodeado de niños, desabrochando los botones de su pantalón, es una situación abierta a interpretaciones sumamente divergentes. En la casa de la turbulencia la situación es clara. El hombre en los arbustos es Pedro, el hijo de Ana. Tuvo un accidente cuando niño, su comportamiento es algo extraño, pero es tan amable como los días de verano son largos en el norte. Cuando bebe demasiado, simplemente, hay que llamar a su familia y alguien viene para llevarlo a su casa.
En la casa de la perfección la situación es diferente. Nadie lo conoce. Un hombre extraño rodeado de niños expone su pene. Los decentes espectadores de los balcones corren al teléfono para llamar a la policía.
Un caso de exhibiciones obscenas fiae denunciado, un serio hecho de abuso sexual probablemente prevenido.
¿Qué más podían hacer los buenos vecinos de la casa de la perfección, disminuidos como estaban por la modernidad? Su constructor no había quebrado. Ellos no se habían visto obligados a cooperar entre vecinos. No se vieron en la necesidad de prestarse herramientas, de cuidar de los niños de los vecinos mientras otros
asfaltaban el camino de entrada, ni de encontrarse en interminables sesiones para ver cómo no perder todavía más con la quiebra.
No se vieron obligados a conocerse, a crear un sistema de cooperación Y de información compartida. De esta forma, Pedro y Ana no eran conocidos en este edificio como sí lo eran en el otro.
Sus habitantes, como ciudadanos precavidos, tenían una sola alternativa, llamar a la policía. Pedro se volvió un delincuente potencial debido a la ausencia de bancarrota en la casa de la perfección mientras
en la casa de la turbulencia hubiera sido devuelto a casa de su madre. O dicho de modo general: en casos como éste, una cantidad limitada de conocimiento dentro de un sistema social nos lleva a la posibilidad de darle a un acto el significado de delito.
Del Libro Una Sensata Cantidad de Delito (Nils Christie)
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