Tracey Hill era una niña en un pueblo de Connecticut, y practicaba entretenimientos propios de su edad, como cualquiero otro tierno angelito de Dios en el estado de Connecticut o en cualquier otro lugar de este planeta.
Un día, junto a sus compañeritos de la escuela, Tracey se puso a echar fósforos encendidos en un hormiguero. Todos disfrutaron mucho de este sano esparcimiento infantil; pero a Tracey la impresionó algo que los demás no vieron, o hicieron como que no veían, pero que a ella la paralizó y le dejó, para siempre, una señal en la memoria: Ante el fuego, ante el peligro, las hormigas se separaban en parejas, y de a dos, bien juntas, bien pegaditas, esperaban la muerte.
Eduardo Galeano
Misiones: El día que la democracia, una vez más, lloró
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Hace 10 años
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